Pues sí, esto se acaba ya. El 2018 digo. Cambiamos de año y es como si mudáramos de piel. Hacemos un repaso y miramos el futuro con los ojos entornados, como si quisiéramos ver un horizonte que aún no está definido. Y es que la entrada de un nuevo año siempre provoca una gran ilusión, tan grande como la resaca de muchos. Así que aquí estamos todos haciendo un repaso de todo lo que hemos hecho y lo que aún nos queda por hacer.

He de reconocer que 2018 ha sido el año del miedo. No es que antes no lo tuviera, sino que en este año ya a puntito de expirar, lo he asumido y he decidido enfrentarme a él. «Solo» tuve que decirlo en alto, sacarlo a la luz para ser consciente y ver por fin a ese compañero invisible que me hace la puñeta. Aún sigue. Está aquí a mi lado, riéndose de mí. Sin embargo, ahora puedo darle un codazo para que se calle.
Ha sido el año de pegar puñetazos sobre la mesa, de gritar de rabia, de lanzar patadas al aire, de darme de cabezazos contra la pared, de reír de nerviosismo, de resoplar, de dar un paso delante y dos y tres, de escribir mucho, de llorar también, todo mucho, porque las cosas no hay que hacerlas a medias. Ha sido el año de hacer cosas. Esas a las que siempre he dado la espalda, por miedo, por timidez, por vergüenza. Pequeñas situaciones, tonterías para ojos ajenos, todo un mundo para mí. Y las he hecho a pesar de que mi lengua decidiera trabarse en los momentos clave, de los sudores, de alguna que otra noche sin dormir, de ponerme roja como un tomate y de muchos etcéteras y ya está. Esa es la sensación. Ya está, lo he hecho y no se ha acabado mi mundo. Y qué bien sienta decirlo.
Dicho esto, y suponiendo que todos estáis a estas horas haciendo el mismo repaso mental de todo el año, solo puedo copiar a la Emperatriz Infantil y decir que este 2019 intentemos ir «adelante, siempre adelante, a cualquier parte».
Sed buenos
Danae