Voy a comenzar con una confesión: estoy seca. Mi cabeza está tan llena que las historias que puede contar no tienen ningún sentido para alguien que no sea yo. Y seamos sinceros, eso no es justo. Lo bonito de contar historias, es compartirlas. Si no, no sé cuál es la razón de todo esto.
Cuando estoy en esta situación, siempre echo mano de mis cuadernos -soy consciente de que esto ya lo he dicho unas mil veces, pero es por si hay alguien nuevo por aquí-, esos que esconden frases brillantes, collages propios e historias que me hubiera gustado escribir a mí. Y en uno de esos cuadernos, he encontrado un fragmento sacado de «La historia interminable» que, cuando lo leí, me pareció brillante. Me lo sigue pareciendo. Dice lo siguiente:
Si lo piensas, tendrás que admitir que todas las historias del mundo, en el fondo, se componen solo de 26 letras. Las letras son siempre las mismas y solo cambia su combinación. Con las letras se hacen palabras, con las palabras frases, con las frases capítulos y con los capítulos historias.
Uno lee esto y se siente pequeño. A mí me pasa, porque nos creemos el ombligo del mundo y mirad, solo somos 26 letras que derivan en un sinfín de historias. Somos emociones que expresamos con palabras que digerimos con mucha agua no vaya a ser que nos atragantemos; y de todas esas letras, palabras e historias salimos nosotros, seamos lo que seamos, para bien o para mal.

Somos historias. Únicas. Tristes. Grandiosas. Felices. Somos drama, comedia, romance y todo a la vez. Cada persona vive un número finito de historias cuyo punto final solo se estampa al morir, mientras tanto todo queda abierto. Somos emociones que expresamos con gestos, caricias, gritos, llantos, golpes y 26 letras. Con qué poco podemos llegar a serlo todo.
Sed buenos
Danae