De cría veía las nubes como enormes bolas de algodón. Creía que, si estiraba lo suficiente el brazo, podría coger una pequeña muestra y llevármela a casa. No sé dónde la guardaría. Es posible que la metiera en un tarro para que no se evaporara o, tal vez, al verla tan sola, la dejara libre de nuevo para observarla desde la cama y vigilar a esa pequeña nube que, por un momento, fue mía.
De niña miraba hacia el cielo y veía a las nubes formar un manto blanco, qué suaves tienen que ser, pensaba. Y qué esponjosas y cálidas ¿verdad? Como una manta que te protege del frío, de los miedos y de todo lo demás. Las observaba desde abajo y podía ver todas esas figuras que creaban solo para mí: animales, dragones, sombreros extravagantes, lo que ellas querían ofrecerme, lo que mi imaginación era capaz de crear.

Una figura tras otra que conformaban un manto blanco que cubría el cielo azul y pasaba sobre nosotros, ajeno a nuestras vidas, solo preocupado por seguir hacia delante y no desvanecerse.
De pequeña soñaba con andar sobre las nubes y, dado que siempre tenía la cabeza en ellas, me parecía algo de lo más normal. Me interesaba más lo que estaba en las alturas que lo que sucedía en el suelo: las nubes, la luna, el sol, la lluvia, la tormenta… todo venía de allá y nunca de acá y yo me preguntaba por qué la tierra no era igual de divertida.
Escribo todo esto en el suelo de mi habitación, desde donde observo cómo las nubes son empujadas por un viento tirano y que, como queriendo protegerse, forman bloques infranqueables, o tal vez sean bolas de algodón gigantes esperando el momento de volar libres o puede que quizá se estén preparando para transformarse en un número finito de figuras de animales a los que nadie querría enfrentarse. Escribo todo esto preguntándome, como en aquel antiguo anuncio malo de compresas, ¿a qué huelen las nubes? Curiosamente es lo único que no me cuestionaba de niña, siempre pensé que las nubes olerían a limpio, como la colada recién tendida.
Sed buenos
Danae