¿Bailamos?

Este fin de semana ha vuelto a pasar, he sentido de nuevo esa felicidad que solo me produce lo más absurdo y auténtico: bailar mal. He de decir que se me da bastante bien, que algún día me darán un premio por ello y que lo colocaré en el lugar más visible de la casa.

Entré en bares a los que no suelo entrar porque no son de mi estilo, me moví al ritmo de canciones que me suenan porque «son las del gimnasio» y lo olvidé todo. Olvidé que soy adulta, el cansancio acumulado, las ojeras, las docena de canas que destacan sobre mi pelo oscuro, el dolor de espalda, el trabajo, todas esas preocupaciones que se han convertido en compañeros de vida…

Saltar, reír, hacer movimientos espasmódicos, volver a reír, volver a saltar, moverme sin hacer caso a la música porque no importa. No importa la música, ni la gente, ni si la cerveza está caliente o los baños hechos un asco. No importa nada. Solo esa alegría desbordante, esas horas que se sienten como minutos. Un tiempo en el que mi cuerpo hace lo que le da la gana y la mente, para variar, se queda en blanco.

No necesito más. Este fin de semana ha sido con esa amiga  que salta, ríe y hace movimientos espasmódicos conmigo. Me doy cuenta  de la suerte que tengo por tener una pareja de baile y que, por mucho que pasen los años, seguiremos bailando igual de mal y eso no nos lo quitará nadie. En otras ocasiones, bailo sola en casa mientras limpio o me topo con mi reflejo en el espejo y decido que bailar es una buena opción. Sola, porque sí, porque se me da bien, porque me gusta, porque lo necesito, porque es absurdo y me gusta lo absurdo, porque disfruto de esa libertad, porque me da la gana.

Bailar sin sentido ni ritmo ni nada, porque me quita el miedo, me evade de las preocupaciones y porque borra de un plumazo esa timidez que algunas veces me paraliza. Y así es como he pasado el fin de semana. Bailando. Feliz.

Sed buenos