Da Vinci, Van Gogh, Vermeer o Monet son algunos de los artistas que bien les ha valido estar bajo tierra para no ver lo que han hecho con sus obras. Tarta, salsa de tomate, puré de patata, todo lo que se cuece en los fogones es susceptible de terminar sobre los cuadros de cualquier museo.
Se está convirtiendo en una costumbre tirar cualquier cosa que manche sobre un cuadro para protestar contra la inactividad ante el cambio climático. Vandalismo climático, lo llaman. En estos pringues artísticos, los activistas se desgañitan para avisarnos de lo que se nos viene encima: hambre, muerte y destrucción. Básicamente lo que ya sabemos y sin embargo, tenemos una memoria tan frágil que nos lo tienen que recordar a gritos.
El objetivo de estas acciones no es destruir, el grupo responsable de los actos sabe que las obras están protegidas por un cristal. Su fin es alarmar y llamar la atención. Lo logran. El problema es que al ser calificados como vándalos, se borra toda la seriedad a su mensaje. El medio es el mensaje, solían decir, y aquí el medio es una lata de tomate en un Van Gogh.
El arte es de nuevo la víctima porque es un símbolo. Se habla a través de su creación. También de su destrucción. Estos ecologistas que nos gritan sin tapujos que la Tierra se está recociendo en su propio jugo, han encontrado un escenario ideal para captar la atención: destrozan la hermosura para prevenirnos de la fealdad distópica que nos espera.
Hay que reflexionar bien sobre esto porque, aunque no les falte razón, la idea de que una obra de arte, por muy protegida que se encuentre, acabe como el mantel de un comedor escolar es algo que no sé hasta qué punto se puede admitir . Así que la pregunta es la siguiente: ¿El fin justifica los medios? ¿Deben encontrar vías más «civilizadas» aunque ello no lleve a ninguna parte? Qué es mejor: ¿ser ruidosos o diplomáticos ante la indiferencia?
No estoy justificando estas acciones, ni mucho menos. No obstante, más allá de las formas, deberíamos reflexionar sobre las palabras que gritan, tal vez digan algo interesante.
Si las cosas siguen así —y todo parece indicar que así será—, no será raro ver en la entrada de los museos a los vigilantes registrar a los visitantes por si esconden algún bote de comida preparada en el bolsillo. Absteneos de ir a comprar vuestro almuerzo antes de entrar en un museo y recordad: el mundo arde con nosotros dentro.
Danae