Caminar las mañanas de verano

He decidido salir a dar una vuelta y comprar el periódico. Hace mucho que no lo hago. Comprar el periódico, digo. Hago caso omiso del sol imponente confiando en que sigue haciendo el mismo fresco que ayer. Salgo a la calle vestida con unos vaqueros, camiseta y sandalias, ignorante de los casi 30 grados que marca el termómetro de mi calle.

Camino sin prisa, algo raro en mí. Intento evitar una sudoración excesiva, pero algo me dice que no lo voy a conseguir. Camino. Veo a la gente buscar la sombra. Siento el calor en mis piernas. Respiro el verano.

Paseo por las calles semivacías y paso de largo las terrazas semillenas. Es la hora del aperitivo. El olor a rabas se mueve con calma por el aire, como un turista despistado.

Compro el periódico, hablo con la quiosquera a quien conozco desde niña. Nos preguntamos por nuestras vidas, ahí andamos, poco a poco me dice. No se puede hacer mucho más. No. Y andar no está nada mal.

Regreso a casa. Respiro el ambiente de este verano tan peculiar. Las calles con poca gente. Los vestidos vaporosos, las gafas de sol empañadas, las terrazas semillenas, el olor a rabas. Miro con envidia las jarras de cerveza fresca sobre las mesas brillantes de un bar cualquiera. La garganta seca. Las piernas cociéndose en su jugo, los pies que respiran la libertad desde las sandalias.

Cerca de casa veo a unos críos mirando embobados al camión de la basura. Observan con detenimiento cómo engancha el contenedor con sus brazos mecánicos, lo eleva y vuelca el contenido dentro del camión. El olor que desprende no invita a quedarse, pero ahí están ellos, hipnotizados por el movimiento mecánico de la máquina. El camión posa el contenedor y se dirige al siguiente. Me giro y veo cómo lo persiguen. No han tenido suficiente. Quieren verlo otra vez. Saber cómo funciona. La maravillosa curiosidad. Les oigo correr. Sonrío. Sonrío y me acuerdo de cuando era una niña y observaba fascinada desde el balcón de casa de mi madre a los basureros bajarse de la parte trasera del camión y acercar los contenedores para vaciarlo. La curiosidad mató al gato, dicen. Vaya estupidez.

Entro en casa. Me descalzo. Me lavo las manos. Dejo atrás el ambiente de domingo, el sol, la curiosidad infantil, la sonrisa en mi boca, las vidas ajenas, la tinta del periódico en mi mano… la mañana tardía, que no ha sido una cualquiera. Nunca lo es.

Danae