Celebraciones navideñas y otros asuntos

Vivir en una ciudad durante la época navideña es como vivir en un bolso grande: se llena hasta arriba. Cada rincón se ocupa con actividades: pistas de hielo, toboganes, mercadillos, trenecitos… unos frente a los otros o al lado o un poco más a la izquierda, pero todos juntos, revueltos y bien juntitos. No es de extrañar que las felices fiestas indigesten a más de uno.

Si a esto añadimos los amigos invisibles, las compras, las cenas de empresa, los compromisos a los que aparentemente nadie quiere ir, pero todos van y el consumo ingente de alcohol y dulces —como si nos pusieran una pistola en la cabeza para realizar tales locuras—, pues uno se agobia y se quema.

Estar inmerso en fiestas y celebraciones con las que no se está del todo de acuerdo o, en este caso, en las que no se cree, pueden dejar a más de uno tocado: siempre hay alguien que te hace sentir mal porque no te gustan o ya te sientes mal tú solo sin ayuda de nadie porque te sientes un amargado. Es lo que tiene vivir en sociedad, que recibimos a veces unas presiones de lo más tontas.

El concepto «burnout» que suele aplicarse al entorno laboral ahora pasa al navideño. Solo nosotros somos capaces de conseguir tal hazaña: convertir lo entrañable en obligado y estresante. Aplaudamos orgullosos.

La generosidad, los buenos deseos, las lecciones aprendidas por el viejo Scrooge… todo se ve sepultado por las luces fluorescentes y epilépticas —otras son preciosas, esto también hay que decirlo—, la mezcla de música en el ambiente que lo mismo suena Maluma que el «ay del chiquirritín», la gran cantidad de personas que forman una masa homogénea o los trenes turísticos navideños que nos persiguen incansablemente con sus villancicos infantiles por toda la ciudad. Todo mal, pensaréis. No tanto, está la ilusión de los niños que eso siempre nos ablanda un poco el corazón y los villancicos cantados por Dean Martin o Fran Sinatra que aporta un poco de elegancia al asunto.

Esa manía nuestra de presionar para que todos sigan el mismo camino que el que pisan nuestras botas provoca situaciones así. Y aquí volvemos a la cantinela de siempre, a ese respeto por el que el otro haga lo que le dé la santísima gana sin sentir que está actuando mal o le van a marginar por ser un «grinch».

La Navidad no es mala idea porque si recordamos se basa en compartir. Vamos a dejar de lado si se trata de una fiesta pagana, si Jesús nació en primavera y no pasó frío en un pesebre en el mes de diciembre, etc., etc. Dejemos eso de lado y quedémonos con la esencia; con ese espíritu navideño que bien podría durar todo el año, todo sea dicho. Quedémonos con las personas no con lo material, con lo necesario no con el exceso; con lo importante, vaya, que siempre nos olvidamos de ello.

Danae N.

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