Cementerio de pinzas

Hay un lugar en todos los edificios en donde uno puede ver los cadáveres de las pinzas tirados. Una vez abajo nadie se vuelve a preocupar por ellas. Su caída pudo deberse a la torpeza de sus dueños, al viento o que, cansadas de vivir una vida condenada al servicio de otros, prefirieron saltar.

Si uno asoma la cabeza por la ventana en donde suele colgar su ropa -si es que tiene-,  puede ver esos pequeños objetos que comparten el suelo con algunas prendas de ropa que salieron volando. Así lo puedo ver yo, ese cementerio de pinzas de colores que contrasta con la oscuridad del suelo y que con la lluvia adquiere un aspecto aún más deprimente.

Hoy todo parece más gris, menos luminoso. Me resisto a encender la luz, a ponerme calcetines en casa, aún es pronto. El otoño está pegando fuerte y yo me encuentro aquí pensando en todas esas pinzas que, por torpeza, dejé que cayeran.

Siempre me han gustado los días de lluvia, grises, fríos, pero en días en los que una tiene el ánimo por los suelos, la melancolía golpea con fuerza y me noquea. Y aquí estoy, melancólica perdida sin llegar a la tristeza , escuchando canciones de esas que lo vuelve todo aún más gris, por puro masoquismo, por puro placer, y pensando en todas esas pinzas que dejé morir, como si pudiese ocurrir tal cosa.

En el cementerio de las pinzas pérdidas se sienten las prisas de quienes quisieron retirar la ropa del colgador antes de que la lluvia la empapara, los golpes y las torpezas que mandaron esos pequeños objetos de plástico directamente al suelo. Ahí abajo uno puede sentir las pinzas que no soportaron los vientos, las pinzas rotas que ya dieron todo lo que pudieron ofrecer y las que nunca supieron cómo llegaron allí.

Estamos rodeados de cementerios. De pinzas, de recuerdos, de personas, de objetos que nadie reclama. Objetos perdidos, abandonados, rotos, aquellos que terminan en algún lugar de la calle como ese zapato que siempre aparece en mitad de la nada -¿cómo puede alguien perder un zapato y no darse cuenta?-. Todo termina en un lugar en el que nadie parece percatarse.

Pinzas inservibles, trapos raídos, calcetines solitarios, zapatos perdidos, contenedores quemados, almas perdidas, corazones suturados. Pura decadencia rehogada con la lluvia de otoño. Todo a la espera de ser devuelto a la vida, de encontrar un dueño, de curarse, porque la esperanza es lo último que se pierde. Y eso duele.

Es el otoño, amigos. Todo cae en otoño: las pinzas, las hojas, la lluvia y el ánimo, pero solo un rato. Luego todo pasa. Tú lo sabes. Yo lo sé. Las pinzas lo saben.
Danae

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