Desde mi ventana

Mirar por la ventana siempre ha sido mi pasatiempo favorito. No importa la hora ni si hay algo interesante que ver, siempre lo hay. Desde niña he disfrutado observando a la gente a través de la ventana de mi habitación, eso siempre ha complicado el acto de estudiar, estoy convencida que, de haber vivido en una habitación sin ventana, hubiera sacado mejores notas, aunque hubiera sido mucho más infeliz. Así que digamos que, durante todos estos años, he preferido sacrificar la productividad por soñar, por imaginar, por mí primero.

edificio
Foto de Gail Albert Halaban

Cuando estaba en el colegio, tuve que cambiar mi mesa de lugar porque miraba más por la ventana que mis libros de texto, siempre me pareció más interesante lo que ocurría en la calle que la tabla de multiplicar. Cuando cursaba primero de psicología sacaba la cabeza por la ventana para observar las idas y venidas de los coches que pasaban por una avenida que apenas permanecía en silencio. Al cambiar de carrera y de ciudad, las vistas desde mi nuevo dormitorio era la cocina de mi piso, podía hablar con mis compañeras mientras ellas se hacían la cena y, si me aburría, siempre podía sacar la cabeza y averiguar cómo nuestros vecinos de enfrente, con la misma pinta de estudiantes que nosotros, freían patatas para un regimiento. He pasado por muchas ventanas y me he quedado mirando embobada a través de todas y cada una de ellas, sin importar las vistas. Siempre hay algo interesante que ver y mucho que imaginar.

Ahora, desde la de mi salón puedo ver la ciudad a mis pies y de paso a todos los vecinos del barrio: les veo asomarse al balcón, colgar la ropa, sacudir el mantel después de comer, echarse un cigarro y algún guarro que otro escupiendo a la calle desde un cuarto piso. También soy una privilegiada porque puedo ver cómo el cielo cambia de color, las nubes desplazarse a veces lentas, a veces rápidas; soy testigo de esa luna que cada noche se presenta con una forma distinta, de las estrellas que luchan por brillar entre tanta nube oscura, de las conversaciones a grito pelado que mantiene el que pasea al perro con uno de los vecinos que está apoyado en la ventana de su cocina. Resumiendo, mientras escribo estas lineas tengo el mundo a mis pies.

Imagino las historias de quien no conozco, veo la evolución del día, observo cómo la noche cae mientras me tomo una copa de vino y siento la tranquilidad de quien da al pause por unas horas para relajarse.  Y cuando doy al play, cuando el despertador suena una mañana más, me quedo atontada mirando a la señora de uno de los edificios cercanos al mío que todas las mañanas saca su cabeza por la ventana y fuma su cigarro matinal.

Gail Albert Halaban
Foto de Gail Albert Halaban

A través de mi ventana también he visto que no soy la única que sale en bragas o sujetador a recoger una prenda del colgador porque, a pesar de la cantidad de edificios que nos rodean, pensamos que no hay nadie observando. Y al verla a ella en ropa interior recogiendo una camiseta, me reconforta saber que no soy la única loca que pasa de taparse para coger algo rápido del balcón.

Árboles, de eso veo muy poco, pero sí una gran cantidad de edificios de todos los tamaños y colores que, a su vez, albergan a personas de todos los tamaños, colores y personalidades. Edificios y gaviotas, de eso tenemos de sobra. Observo todo ese paisaje cambiante en las pausas que hago -siempre más de las necesarias- mientras leo, escribo o en esos minutos de desayuno rápido en donde no tengo más cabeza que para imaginar en lo que me deparará el día.

Invertir nuestro tiempo en observar por la ventana es soñar, imaginar, estar un rato con uno mismo, sentirnos libres y darnos cuenta de que un día cualquiera está lleno de historias extraordinarias.

Sed buenos
Danae