Es ahí

El otro día se rompió una de las persianas de mi habitación. Hace apenas un año fue su compañera la que decidió actuar de guillotina sin previo aviso. Decidí mandarlas al carajo. A la rota que dejó mi habitación medio en penumbra y a la otra que estaba a punto de romperse de nuevo. No parece una solución muy práctica sobre todo para alguien que necesita una oscuridad casi total para dormir, pero los arrebatos son así.

Ahora en vez de persianas tengo unas cortinas opacas hechas con retales de otras cortinas que dejan pasar algo de la luz de esa calle que nunca se apaga. Aún no me he acostumbrado a esa luz intrusa, tampoco al ruido que escucho amplificado por la ausencia de la persiana. Supongo que es cuestión de tiempo. Tal y como me habitué (más mal que bien) al ruido del ir y venir de la gente y a la mala manía de gritar de los borrachos de madrugada, me acostumbraré a esto. Eso espero.

No soy de dormir mucho, pero sí de quedarme en la cama despierta, bien mirando nada en concreto, bien viendo cómo mi habitación va saliendo de la penumbra a medida que la luz de la mañana se cuela por entre los huecos de las telas que tengo colgadas en las ventanas. Me gusta remolonear, sobre todo los fines de semana, es cuando tengo más tiempo o mejor dicho, cuando puedo invertirlo en lo que me da la gana.

Lo confieso: remoloneo. Mucho. Muchos llamarán procastinación a este remoloneo matutino, yo lo llamo estar tranquila, sobre todo cuando la noche no ha sido benevolente conmigo. Intento que no se me vaya de las manos, pero es un ratito mío, para mí. Ahí sin hacer nada, envuelta en ensoñaciones y fantasías, tal vez para descansar de los pensamientos más oscuros que me atacan en el momento de acostarme.

Si bien la luz artificial me irrita, la natural me calma, sobre todo la de primera hora, la que se estrena y que parece más limpia que la de las horas posteriores. Es un mantra silencioso que parece decirme: ya está. Has superado otra noche, bien hecho.

En esos momentos suena ese click mental. Paz lo llaman algunos. Para las mentes inquietas es algo que escasea, por eso nos agarramos con fuerza a ellos. Es cuestión de supervivencia. Pura necesidad.

El momento en sí no es importante, cada uno encontrará la paz en un lugar diferente. La luz que se cuela por entre las cortinas, los reflejos del sol en el mar, los atardeceres, un paseo por el campo, el sonido de la lluvia contra los cristales de la ventana, una canción… Lo que sea. Es el instante. El instante en el que el cerebro parece decirnos: es ahí.

Danae