No digo nada nuevo al afirmar que el frío (por fin) ha llegado y ha entrado por la puerta grande. Ola de frío dicen, es lo que tiene noviembre y diciembre, que debe hacer frío e impulsarnos a ponernos todas las capas de ropa que nos sea posible.
Estos últimos días hemos observado cómo el cielo se tornaba de un gris oscuro que nos dejaba (por fin) con una imagen de lo más invernal. Viento, lluvia, granizo y, según en qué zonas, nieve. Son días de peli y manta, pero si se tiene que ir a trabajar, solo son días de abrigarse hasta las orejas y pensar en ese fin de semana de peli, manta y comida nada sana.

Con el frío moqueo, me lloran los ojos y no termino de entrar en calor -sexy ¿eh?-, pero a pesar de todo eso, este tiempo es el que más me gusta. Me encanta oír el rugir del viento, el ruido de la lluvia caer y el sonido que produce el granizo al chocar en cualquier superficie. Me encanta que granice (espero que entendáis que me refiero a un granizo normal, no el de bolas de tamaño de mi cabeza), tal vez porque de niña nunca vi nevar y eso suplía esa carencia. Había visto la nieve y jugado con ella, pero no nevar y eso me martirizaba.
Cuando era niña y granizaba, observaba cómo el suelo se iba tiñendo de blanco. Sacaba la mano por la ventana para intentar coger esos granizos sin importar lo rojas que se pusieran mis manos. Presionaba a mi madre para salir a jugar con la «nieve», Cariño, eso no es nieve me decía. No importaba. Para mí era nieve y nadie iba a quitarme la ilusión.
La primera vez que vi nevar fue cuando estudiaba en Salamanca. Tenía 18 años y la emoción que sentí al ver los copos caer no sabría explicarla con palabras. Eran copos de nieve, copos de verdad, nada de granizo, ese que me servía de sustitutivo. Me puse el abrigo y salí de casa para disfrutar de mi primera nevada. Me acerqué a una cabina de teléfono cercana y llamé a mi madre. Luego a mi abuela. Las llamé solo para decirles que estaba nevando. Tenía 18 años y actuaba como una niña de cinco. Y fue maravilloso, aún recuerdo esa sensación. Ese frío que cortaba, notar como esa nieve inofensiva te iba cubriendo y calando hasta los huesos, en silencio, de forma lenta pero constante y esa sonrisa de oreja a oreja que ocultaba bajo mi bufanda. Esa reacción infantil no ha cambiado. Me comporto así cada vez que veo nevar. Me hace ilusión, tal vez porque no es algo que viva a menudo, tal vez porque hace que me sienta una niña de nuevo. No importa.
Hace años que no veo nevar, por eso cada vez que graniza mi mente evoca el mismo recuerdo: una pequeña Danae gritando ¡¡mira mamá, nieva!! y la mirada de una madre de quien no quiere quitar la ilusión a una niña y baja a la puerta del portal solo para que su hija salte encima de la «nieve».
Granizo. Nieve. Ilusión y manos frías. Quien da más.
Sed buenos
Danae