La cafetería de la estación de tren

El otro día acompañé a un amigo a la estación de tren. Como teníamos tiempo decidimos tomarnos una cerveza en la cafetería que hay en su interior. Regresaba a Madrid, a su trabajo, a la vida que empezó hace unos meses. Él. Yo me quedaba aquí. En mi casa, mi teletrabajo, mi «lo de siempre».

Él se levantó a pedir, y yo me quedé sentada viendo el ir y venir de unos pocos, hasta que llegó un tren y una gran masa llenó la salida de la estación. Nadie es consciente de la cantidad de personas que hay sentada en los vagones hasta que los ve salir. Todos arrastraban su maletas, así que el sonido de las ruedas de las maletas enmudecía la voz femenina que provenía de la megafonía.

Me gusta fantasear con la vida de los viajeros. Si se han ido a disfrutar de un fin de semana alejados de su rutina habitual, si han visitado a algún familiar o amigo, si pisan esta ciudad por primera vez o si es una vuelta a lo de siempre; si guardan para sí historias felices, tristes o de esas en las que nunca reparamos hasta que dejamos de vivirlas.

Nadie se fijó en mí. Estaba sentada en la mesa más escondida, no era importante para ellos. Podía observarles tranquila con sus mascarillas blancas y negras y azules, ver dibujada en sus rostros ocultos la pesadez del viaje, del domingo, de la idea de la semana que comenzaba.

Ignoro la procedencia del tren, no sé si estuvieron en él dos, cuatro o nueve horas. Seguramente alguno tuvo que hacer transbordo, esperar unos minutos o unas horas en una estación diferente pero igual a las demás. Imagino lo que hacen en ese tiempo: tomarse un café, mirar el móvil, hablar por teléfono, leer una revista o ese libro que siempre reserva para los viajes… Cualquier cosa es posible.

Hay quien dedica sus viajes a hablar con quien tiene sentado al lado, otros duermen, trabajan, leen o miran por la ventana observando un paisaje que dejan atrás demasiado rápido. Los más calculadores compran provisiones en la cafetería para comer mientras ven la película que ponen en esas pequeñas televisiones. Entonces el vagón huele a jamón y queso, a lomo o bacon, bocadillos clásicos a los que todos acuden en los viajes en tren, y también se oye cómo abren sus latas de refrescos o de cerveza, ese pshhh que devuelven a uno a la realidad.

Viajan desconocidos, todos sentados unos junto a otros, ignorándose, solo sacados de su letargo cuando son molestados. Millones de historias se cruzan diariamente en los viajes. Yo me las imaginé todas en aquel rincón de la cafetería.

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