Nos enseñaron que llegar tarde a un lugar es de mala educación y, si donde nos esperan es en el trabajo, de una gran irresponsabilidad pero, en ocasiones, es algo que no se puede evitar. Bien porque se te han pegado las sábanas, porque no te ha sonado el despertador o porque, como yo, nunca te acuerdas de que por mucho que quieras hacer, el tiempo es el que es y tú no eres Flash, el caso es que siempre hay un día en el que se llega tarde.
A comienzos de semana, precisamente por querer hacer mucho antes de ir a trabajar, perdí el autobús. Aunque puede llegar a ser fastidioso, moverse en transporte público tiene sus ventajas, perderlo también. Siempre lo he visto como una oportunidad para adelantar la lectura del libro que tengo entre manos.

Como decía, entre la pereza de salir de la comodidad de las sábanas y el querer hacer mucho en poco tiempo, no conseguí llegar a la hora a la parada. Mientras esperaba, un chico con la misma cara de dormido que yo se acercó y se sentó en el banco a esperar al autobús. Sacó un libro de su mochila y comenzó a leer la contraportada. Era gris y estaba doblado por el uso (el libro, no el muchacho), sin duda de segunda mano, o tercera o cuarta. Se trataba de La muerte en Venecia. Al leer el título esbocé una sonrisa. Era el mismo libro que sostuve yo unos días atrás en una tienda de segunda mano. A pesar de que es un permanente en mi lista de libros que quiero leer, decidí no comprarlo; tres libros en un día me parecieron suficientes. Claro está que mi mente enseguida se puso elucubrar: puede que fuera el mismo ejemplar que estuve a punto de comprar, puede que entrara a la misma librería que yo con unas horas de diferencia, que cogiera ese libro y se lo llevara consigo. Puede que, de habérmelo llevado yo, él se hubiera quedado sin lectura para el bus.
Yo le estaba observando de forma descarada, intentando averiguar su reacción a lo que estaba leyendo. Al llegar el bus, subimos. Él se sentó en el primer asiento justo detrás del conductor. Yo, desde unos asientos más atrás le veía cabizbajo, sin duda estaba leyendo el (mi) libro. Yo preferí dejar mi lectura para continuar mirando su nuca -sí, lo sé, me entretengo con poco-. Seguía leyendo y yo encontraba un enorme placer en saber que lo estaba haciendo.
Me gusta ver a la gente leer, me gusta ver sus caras de concentración, su mirada fija en el papel, es algo que no puedo evitar. También es cierto que me atrae porque se me hace raro ver a alguien leer, aún más en el bus, ya no os quiero ni contar si se trata de un libro de segunda mano que yo había tenido hace unos días en las manos.
Unas paradas más tarde, él guardó el libro y se apeó. Yo le seguí con la mirada. Iba serio, impasible ante lo que le rodeaba, era solo uno más camino de la universidad y, sin embargo, captó mi atención. Me hubiera gustado ser un poco menos tímida para acercarme y contarle la anécdota, decirle ¿oye sabes que el otro día estuve a punto de comprar ese mismo libro? Preguntarle dónde lo había comprado porque, quien sabe, a lo mejor se trataba del mismo ejemplar que yo pensaba comprar. No le dije nada. Iba a ser mi secreto. Un secreto tonto y sin importancia que me ha hecho ver a ese desconocido con otros ojos, porque ese universitario serio y ausente se ha convertido en el chico que se llevó «mi» Muerte en Venecia.
Sed buenos
Danae