Hace unos días fui al ortodoncista después de mucho tiempo. Es el sitio al que voy cuando no me queda otra, cuando venzo a la desgana y la apatía y me obligo a acudir a ese lugar tan impoluto a poner en orden esos alambres que se esconden tras mis dientes para mantenerlos en su sitio.
Fui corriendo a ese edificio antiguo situado en pleno centro de la ciudad, entre ese ir y venir de gente siempre diferente, pero que parece la misma. Llegué pronto y decidí darme una pequeña vuelta entre esa amalgama de personas.
Quince minutos después estaba en ese ascensor tan moderno que contrastaba con el tiempo pasado que se mantiene pegado a los cimientos del edificio. Entré. Saludé. Me dirigí a la sala de espera. Solo había una preadolescente con su uniforme de colegio mirando el móvil.
Después de hacer caso a las notificaciones de mi móvil, saqué el libro del bolso y me puse a leer de forma distraída. Es curioso, pero no suelo concentrarme en la salas de espera de ninguna parte, mi mirada siente la necesidad de indagar en cada rincón de ese pequeño espacio, muchas veces conocido, pero que siempre parece diferente, idéntico a todos los demás, pero nunca igual.
Tardé en darme cuenta de que la música de fondo en realidad eran dos. La que provenía de la propia consulta: versiones de canciones de Miguel Ríos, Rocío Jurado y no sé quién más; y la de la salita donde me encontraba yo, una música clásica que era devorada sin piedad por el “Yo te amo” de Rocío Jurado.
Al cabo de un rato, llamaron a la chica y yo me quedé sola contemplando las paredes impolutas, los sillones, la misma sala en donde esperé tantas horas cuando me pusieron la ortodoncia por primera vez a los veinte años. Recorrí con mis ojos curiosos la pantalla de la lámpara de pie rota y los rodapiés de una de las esquinas que parecían decididos a ir cada uno por su lado. El resto seguía todo igual.
Entraron dos personas más. De nuevo el saludo educado, el mismo que nos dirigimos en el ascensor. Cada uno en una esquina opuesta, yo en medio a mucha distancia de ninguno y de los dos a la vez. Llegó mi turno y me despedí, igual que en el ascensor. Ya no volveré a ver más a mis compañeros de espera.
Danae