Al encender el ordenador y meterme en Google, este me ha informado de que es su cumpleaños. Veintidós añitos, ni más ni menos. Es complicado recordar cómo era el mundo antes de Internet y de sus buscadores. Por aquel entonces, yo tenía doce años y todo lo que necesitábamos podíamos encontrarlo en la enciclopedia Espasa. Si no lo encontrábamos recurríamos a nuestros padres que nos mandaban buscarlo en la enciclopedia. Un maravilloso y absurdo círculo vicioso.
Asocio Google con Internet, así en general, es inevitable. La conexión lenta, las llamadas telefónicas al fijo que cortaban Internet. Era la época en la que nos sabíamos de memoria una cantidad de números de teléfono que ahora mismo somos incapaces de retener, era el comienzo del fin de la edad dorada de la memoria.
Con dieciséis años, Internet se usaba para dos cosas: buscar trabajos en el rincón del vago -¿sigue activa esa página?- y para hablar con nuestros amigos por el Messenger. Muchos acompañaban sus nombres de usuarios de pullas dirigidas a amigos con los que habían discutido y que habían dejado de serlo. Ya sabéis, ese «alguien ha matado a alguien pero no voy a decir quien». La adolescencia, maravillosa. Empezábamos a andar en un mundo del que no teníamos idea de nada, pero creíamos saberlo todo.
Ya en la universidad, incapaces de pagar nuestro propio Internet hacíamos contorsionismo para alcanzar el wifi del vecino, porque pocos usaban contraseña y nosotros estábamos dispuestos a arriesgar nuestras vidas para conseguir esa conexión subiéndonos a cualquier mueble de la casa. Nos daba igual. Convertíamos lo absurdo y ridículo en pura rutina. Pura magia.
Ahora Google se ha convertido en nuestra vía para llegar a cualquier lugar e Internet en una droga que llevamos a todas partes. Hace veintidós años la vida no era ni mejor ni peor. Era diferente. Observo a esa cría de doce años y me doy cuenta de que nosotros, como el propio Google, no somos más que una evolución. Seguimos siendo los mismos en esencia, pero no tenemos nada que ver con lo que éramos. En eso consiste el juego, en actualizarnos, perfeccionarnos poco a poco, sin llegar nunca al destino, porque no hay. Ni destino ni perfección. Podría decirse que la meta es el propio camino, mantenernos en él sin caernos por el precipicio. Todo un reto. Felicitemos a Google por su cumpleaños y guardemos un minuto de silencio por todas las enciclopedias que nos sirvieron fielmente.
Danae