Solía imaginarme las noches de verano en lugares tranquilos, ajena al ajetreo estival que revuelve la rutina, tal vez en una terraza con una cerveza bien fría esperándome sobre la mesa. En verdad, el lugar me es indiferente, porque lo único que quiero ahora mismo es mantenerme alejada de las masas que tanto me indigestan.
Nunca he tenido problemas en ir a grandes conciertos, fiestas masificadas y demás zarandajas veraniegas, porque aunque siempre me han agobiado y he vivido algún que otro momento de angustia, reconozco que también me han gustado y lo he soportado con más o menos dignidad. Sin embargo, con los años cada vez llevo peor las masificaciones y prefiero los lugares sin gente. Va a ser verdad eso que dicen que con la edad todo se acentúa. De ser así, esa realidad golpea dos veces: una porque significa que uno se hace mayor -y eso siempre produce cierto escozor-, y otra porque no estoy muy segura de que se pueda hacer algo al respecto.
En plenas fiestas de mi ciudad me refugio en mi casa, y es una pena porque si algo me gusta a mí es el terraceo. Sin embargo, la ciudad es un hervidero de gente y debe de ser que siendo tantos pisoteamos el civismo más básico. Parece que al meternos en el papel de turistas nos convertimos irremediablemente en unos auténticos gilipollas.
En verano, la vida sigue con todas sus consecuencias. Así, por el día, mientras trabajo -no todos tenemos a mano mares de aguas cristalinas-, escucho como sonido ambiente las obras de un piso del edificio de enfrente, los arreglos de las carreteras, de las aceras… y que no se me olvide el niño o la niña que ha decidido practicar con la flauta y que, para mayor recochineo, toca The sound of silence en mitad del hervidero de cláxones, taladros, martilleos y polvo. Hay que tener mala leche, la verdad. Una no sabe la paciencia que tiene hasta que se ve arrastrada al límite.
No todo es negativo, claro, pero a veces caigo en el derrotismo más penoso, y es que en momentos en los que parece que todo se junta se hace complicado encontrar un desahogo a la gente, el calor y las mamarrachadas estivales. En más de una ocasión, buscando respirar, alguna noche me he sorprendido repantingándome en la silla de trabajo con las luces apagadas, las ventanas abiertas de par en par y con las piernas sobre el alfeizar que nunca me acuerdo de limpiar. Y aunque el silencio sigue ausente, el frescor nocturno me da una tregua, y rebajo mis malos humos que tanto me contaminan. Algo es algo.
Danae