Llevo toda mi vida viviendo en ciudades. De las pequeñas y manejables, de esas a las que puedo ir andando a todas partes porque siempre he sido muy de caminar y poco de transporte público. No soy de grandes urbes, tal vez porque la velocidad y el ruido propio de estas me aturde y me colapsa.
Sin embargo, en una estación como el verano en el que las ciudades de costa se convierten en un hervidero de gente que busca ansiosa unas temperaturas amables y una playa que fotografiar para su Instagram, el silencio y la calma es un bien que a mí personalmente me cuesta encontrar.
Escribo estas líneas una mañana soleada de sábado, con la ventana de la cocina abierta de par en par y las piernas apoyadas sobre el alféizar. Escucho un murmullo monótono, como si fuera el propio movimiento de una ciudad que, a pesar de haber pasado las once de la mañana, parece no haberse desperezado aún.
Intento averiguar los sonidos que componen ese arrullo tranquilizador de esta ciudad pequeña de aceras estrechas. No consigo saber de qué se compone ese ruido blanco que solo es roto por la sirena de un barco que anuncia su llegada y que, al igual que cuando era niña, pienso que lanza un mensaje secreto de esperanza. Qué cosa, la sirena de un barco, esa bocina grave, larga y monótona que habla desde el mar a quienes estamos en tierra. «Ya estamos llegando», parece decir. Tal vez no sea así, tal vez se trate de un mensaje de despedida, un adiós de voz grave que se despide de quienes le siguen con la mirada. Todo es posible.
Una vez el aire disipa el eco residual de la sirena, el murmullo de la ciudad en donde vivo vuelve a ser el protagonista. No sé si lo había escuchado tan nítidamente como ahora, puede que simplemente no haya sido consciente de él. A saber… Sin embargo, al escuchar atentamente me doy cuenta de que hoy mis vecinos parecen haberse tomado un respiro en su rutina de fin de semana: no hay música que retumbe en el patio interior, ni ropa colgada en los colgadores de las fachadas, ni gente sacudiendo el polvo de los trapos… nada. Tampoco las palomas gorjean ni las gaviotas lanzan su grito de guerra. Solo este sonido calmado y monótono.
Ese murmullo urbano se asemeja a un mantra. Un «om» que relaja, que me envuelve sin «peros» ni distracciones. Cada ciudad es un mundo, y dentro de ella alberga otros submundos como las Matrioska. Todos con sus murmullos y su música, y su propio ritmo. Dejémonos abrazar por ellos.
Danae