El septiembre que hemos dejado atrás es un mes que muchos utilizamos como excusa para empezar nuevos proyectos y cambiar hábitos. Es el año nuevo que tanto ansiamos, solo que sin champán ni matasuegras.
En septiembre uno no busca empezar de cero, sino continuar diferente. En realidad, el mes de la vuelta al cole es solo un preludio de lo que nos espera en octubre, el verdadero comienzo. Si el uno es la puesta a punto, es comprar las agendas y llenarlas de objetivos y planes; el segundo es el mes de la verdad, el primer paso para alcanzar las metas que uno se ha propuesto.
Dicen que hay que establecer tres objetivos grandes para cumplir en un año. Después hay que desglosarlos, convertirlos en mini objetivos, pequeños pasos que nos permitan caminar con comodidad y no a grandes zancadas, arriesgándonos a cansarnos en unas pocas semanas. Yo me he propuesto más de tres, será porque la mayoría están conectados entre sí.
Supongo que al decir esto debería pregonarlos como cualquier aspirante a coach motivacional en Instagram, pero no. Tengo la superstición absurda de que si los comparto no se cumplirán, como si esa fuera la causa de su incumplimiento. Desde luego, como excusa es bastante buena.
Estamos todos como locos buscando mejorar nuestra calidad de vida y yo no soy una excepción. En realidad, cualquier propósito sigue ese camino, nadie quiere empeorar su vida ni estar más triste ni fumar más ni comer peor ni lo que sea que desee la gente. Todos buscamos ser mejores, ser más, estar mejor, vivir mejor. El problema es el esfuerzo que hay que invertir, que no lo queremos asumir y comienzan las excusas, y los “mañana lo hago” que se convierten en nunca.
Los objetivos son personales e intransferibles o al menos deberían serlo. Cuanto más concretos mejor, de eso no cabe duda. Los objetivos generales que parecían sacados de un sombrero por una mano inocente parecen estar pasados de moda, ahora han de ser específicos, medibles y no sé cuántas cosas más. Ha de ser así, sí, lo que me pregunto es porqué hemos tardado tanto en darnos cuenta de ello.
Nos cantaba Serrat que «Caminante, no hay camino, se hace camino al andar» y no le hicimos caso. Eso nos pasa por no escuchar las letras de las canciones, por romantizar las situaciones duras… Cuando nos encontramos en el medio de la nada no hay música motivacional, no hay nadie que nos susurre que vamos por el buen camino, porque no lo hay. Efectivamente, el camino se hace al andar.