Hay mañanas de domingos que huelen a verano. Hoy huele a verano.
Me he levantado tarde y, antes de desayunar, he trasplantado todas las plantas que tengo. Experimento una mezcla de temor y emoción. Miedo de hacerlo mal, de que las macetas que he comprado no sean las adecuadas, de que mi técnica sea la propia de alguien que no ha cambiado una planta de maceta en su vida, lo cual es la cruda realidad. Nunca he trasplantado ni un triste cactus y eso también me emociona. La primera vez emociona.
Después de limpiar toda la tierra que he tirado por el suelo de mi cocina, y aún con todo desorganizado, decido desayunar.
El sonido del hervidor del agua, inspirar el olor del café al abrir el bote… joder, no hay mejor olor que ese, me reconforta al instante. En realidad, con ese olor soy feliz durante unos minutos.
Abro la ventana de la cocina y coloco la silla frente a ella para desayunar con el sol dándome los buenos días tardíos en mi piel. No puedo quedarme mucho tiempo, procuro no pensarlo.
Observo la fachada de los demás edificios: ventanas abiertas para eliminar el ambiente nocturno, el sonido de la música de quien busca amenizar su rutina de limpieza con canciones que yo solo escucho en bares. No sé quién canta, pero dejo que el sonido de la guitarra española entre en mi piso, limpio pero desorganizado, nunca seré una Marie Kondo.
Dejo que todo me envuelva: la sensación de verano, el olor del café, la música… Ahora suena «El límite» de La Frontera y me acuerdo de mi amiga Blanca, de aquellas noches de karaoke en aquel piso de estudiantes lleno de corrientes. Sonrío al recordarlo, porque yo canto fatal y ella terminó harta de repetir el estribillo cien veces. ¡Qué diferentes aquellas mañanas de las de ahora! Aquellas en las que limpiábamos aquel salón tan poco acogedor de restos de una cena consistente en pizzas del Mercadona y snacks baratos. No necesitábamos nada más mientras estuviera regado de cerveza y amigos.
El sol quema. Ojalá el tiempo se parara. Me pregunto por qué estos momentos no duran eternamente. Porque si no no los disfrutarías igual, me contesto. A veces me fastidia tener la razón.
Es hora de irse. Escucho cómo resuena en el patio interior Manolo García recordándome que «Nunca el tiempo es perdido». Cierro la ventana dejándole con la palabra en la boca y me digo que no, que nunca el tiempo es perdido, pero que no deje de aprovecharlo, por si acaso.
Danae