Anatole France afirmó con más cara que espalda que:
«Nunca preste libros, porque nadie los devuelve jamás; los únicos libros que tengo en mi biblioteca son los que me han prestado otras personas».
Podría dar la razón a Anatole, deciros que no prestéis libros a nadie. Las probabilidades de que no los veáis de vuelta en vuestras librerías son bastante altas. Aún así, yo siempre me arriesgo porque cuando prestamos un libro no solo dejamos un objeto, sino que compartimos un pedazo de nosotros mismos y no nos engañemos, eso es algo muy bonito.
Normalmente dejamos títulos que nos han gustado, que nos han despertado una emoción o una sensación que queremos que la otra persona experimente. Sin darnos cuenta, al compartir un libro nos abrimos de la forma más sutil pero directa que conocemos: a través de las palabras de otros.
Compartir enriquece. Es ofrecer a otro una parte de lo que uno tiene, siente, es. Ahí es nada. Todo en un libro, en un objeto. De un modo u otro, dejamos nuestra huella impresa en ellos. Puede que sea una romántica, pero creo que eso invisible que se queda pegado en las páginas del libro que prestamos, la otra persona lo siente. Habrá quien lo llame transmisión de energía. Yo no lo llamo nada. Solo es una sensación que me gusta tener, ni siquiera sé si es real o producto de mi infinita imaginación.
Quienes prestamos libros buscamos que la otra persona experimente las mismas emociones que nosotros. Es un acto de generosidad más allá del préstamo de la simple cosa. Prestamos nuestras anotaciones, nuestras frases subrayadas, nuestras dudas, las esquinas dobladas, los fragmentos que hemos leído varias veces y hemos enmarcado con lápiz o bolígrafo o lápices de colores o post-it de colores o lo que tengamos a mano.
Prestar un libro es también un deseo. Deseamos que a la otra persona le guste tanto como a nosotros, que lo disfrute como lo hemos hecho nosotros, que llore en el mismo fragmento algo emborronado por las lágrimas que derramamos, que ría con el mismo chiste que nosotros… Todo eso nos acerca aún más a esa persona.
No prestar libros por miedo a perderlos no parece ser la mejor razón para no hacerlo, pero sí la más práctica, de eso no cabe duda. Puede que lo mejor sea ignorar a Anatole France y seguir prestando a quien creemos merecedor de ese objeto. Siempre podemos equivocarnos, claro. En esto no hay nada seguro. Prestad libros si queréis, pero antes de hacerlo leedlos de nuevo, despedíos de ellos, solo por si acaso.
Danae