Querido diario

Ya llevamos una semana de cuarentena y lo que nos queda. Incertidumbre, miedo y un cúmulo de emociones que no siempre sabemos gestionar. Yo estoy intentando centrarme en lo siguiente: siempre me quejo de que no tengo tiempo para todo. Ahora sí. Y no tengo ninguna intención de desperdiciarlo.

Con este tiempo extra, he decidido abrir la caja donde guardo mis antiguos diarios, porque siempre me ha gustado leerlos de nuevo, observar mi evolución, reírme de las ocurrencias de la cría que sigo siendo y repasar con asombro ese paso de amores inocentes a los amores de barra que cantaban Ella Baila Sola. No había tenido tiempo de hacerlo, hoy era el momento.

Me he pasado gran parte de la mañana del domingo hojeando el diario que comencé a escribir en mayo de 1998 y que tardé un año en completar. He repasado esas hojas escritas con la letra ilegible de una niña que quería escribir a la misma velocidad a la que viajaban sus pensamientos.

Aquel 18 de mayo de 1998, cuando el chico que me gustaba, ese que era tres años mayor que yo, se enteró de que yo iba por él – aclaro que, en esa época, no te gustaba alguien, estabas o ibas por ese alguien-. He recordado que, en el 98, los tíos ya no estaban macizos, sino  «más buenos  que un helado de chocolate», porque en la preadolescencia el helado era  la base de todo lo bueno.

Este diario se centra en las amigas, en las asignaturas «rollo» y en ese chico por el que escupía corazones. El colegio fue una gran parte de mi mundo y lo que me hacía feliz era ver a ese chico que «estaba que te cagabas de bueno» -ya escribía lindezas a la altura de Sylvia Plath-.

Era la época de rimas fáciles y poemas que las amigas garabateaban en cualquier parte: Mi corazón será frío/ tu corazón de fresa/ podemos formar un helado de frambuesa . Lo dicho, todo pasaba por el helado. Era la época de Danae por Antonio dentro de un corazón. El momento en el que, de la mirada más insignificante, nacía una historia de amor jamás contada -que nadie contó porque no había historia que narrar-, en el que mis mejillas se sonrojaban al recibir un mínimo de atención por parte de ese tal Antonio.

En estos días en los que el tiempo parece detenerse, me he trasladado a 1998, cuando invertía mi tiempo en escribir y en imaginarme historias absurdas con ese chico mayor que yo, cuando me ilusionaba saber que al pasar de curso iba a coincidir en el recreo con él, cuando me ponía nerviosa cada vez que pasaba a mi lado. Pequeños momentos que se convertían en historias eternas. Eso es precisamente lo que tenemos que hacer ahora, congelar instantes y convertirlos en historias que duren, porque nunca sabemos cuando tendremos que recurrir a ellos.

Danae

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