Era la opción lógica. Embarcarme en el puente de diciembre sin mirar atrás. No me fui a ninguna parte. Me quedé en casa, conmigo. Cinco días que invertí en alejarme de un mundo que últimamente me lleva al límite.
Veréis, yo cuando quiero cuidarme de verdad me aíslo, me alejo de todos y de todo. No desaparezco totalmente, simplemente bajo el ritmo al mínimo. No es un borrón y cuenta nueva, más bien coloco el cartel de «no molestar».
Los días festivos son un paréntesis de la realidad, son domingos en mitad de la nada. En esa calma inerte de los días festivos acentuada por el mal tiempo, dejé de lado los deberes para disfrutar de la soledad más absoluta con el móvil lejos, la música de fondo, los pensamientos furtivos a los que apartaba de un manotazo, las palabras que bailaban en mi mente, las películas amables, los cuentos de fantasmas, las manualidades que me llenaban los dedos de pegamento, los relatos que deseaban ser terminados o enviados o simplemente admirados, como todos queremos que nos admiren en algún momento de la vida.
En ese paraíso mental me pregunté por qué no puede ser así siempre. Yo misma me respondí: no es real. No es real y estoy convencida de que acabaría aburriéndome. Si esos días son especiales es porque tienen fecha de caducidad, son una pequeña brecha en nuestra realidad, en nuestra rutina. Es su gracia aunque no nos haga ninguna, y su carácter efímero es la razón por la que debemos exprimirlos hasta el último segundo.
Ignorar el móvil, hacer ejercicio, manualidades, pasear, mojarme bajo la lluvia torrencial, pisar ilusionada el manto blanco que el granizo ha dejado en las calles como si fuera nieve, romper la rutina en pedazos para recomponerla mejor y más adaptada a mis necesidades. Eso es lo que entiendo por desconectar: romper para reconstruir hasta que las piezas encajen conmigo, no al revés.
Soy consciente de que esos días no forman parte de la realidad cotidiana, que el silencio es solo un paréntesis, el descanso, levantarse tarde, la tranquilidad, la soledad, desayunar a horas en las que muchos comen, abrir las ventanas para dejar que el ruido atronador de la lluvia entre en casa, acurrucarme sin hacer nada, ir despacio porque puedo, porque quiero. No mirar la hora, hacerlo y que no me importe, porque no hay rutina, la rompí durante unos días para mí, para ese yo del que a veces me olvido.
He provocado una brecha en mi rutina para verme a mí misma desde otra perspectiva y me he dejado llevar, porque podía, porque quería y porque debía.
Danae