Viajes sin nada que perder

Hace unos días encontré una foto de mi graduación de Bachillerato. Estaba escondida entre las hojas de uno de mis libros. En ella estaba yo, sonriente, con una copa en la mano, rodeada de amigos y compañeros. Alguno ya no está, con la mayoría ya no me llevo. Dicen que el tiempo pone a cada uno en su lugar, no lo sé.

Al ver esa foto se agolparon en mi mente otras tantas de años posteriores. Los recuerdos, claro, que una vez salen no se pueden controlar.

No soy de grandes lujos, nunca lo he sido. Cuando estudiaba en la universidad bajaba al bar de la plaza a tomar unas cervezas con mi amiga Blanca, con la que vivía, a la que veía todos los días. Hablábamos de las clases, de Fulanito o Menganita, de vamos a tomarnos otra que no nos apetece ir a casa.

Otras fotos que ni siquiera llegaron a hacerse me recuerdan las cenas en casa con los amigos, las pizzas congeladas de dos euros a la que añadíamos una bolsa entera de queso para gratinar, unos snacks, cervezas y las visitas a nuestros bares obligados en donde hacíamos lo que peor se nos daba: bailar.

Los viajes eternos en autobús, los hostales baratos, comer bocadillos de jamón y queso con pan del día anterior, caminar ciudades enteras sin mapas ni GPS, noches sin dormir porque no teníamos alojamiento, el dinero no era un problema porque no lo teníamos.

Mi viaje de fin de carrera consistió en un vuelo de veinte euros a Mallorca y un puñado de amigos. Dormíamos cinco en una habitación, nos duchábamos rápido para que nadie se quedara sin agua caliente, íbamos a la playa, comíamos perritos calientes mientras veíamos el partido de España en un bar de alemanes. Era estar y compartir el momento, celebrar, gritar a la tele, pedir otra ronda porque la cosa iba para largo. 

No deseé cruceros, islas paradisiacas, hoteles de cuatro estrellas… No lo necesitaba, no lo quería.  Me gustaba la cerveza en vaso de papel en la cafetería de la universidad, tomar el sol con la cabeza apoyada en los apuntes, las salidas improvisadas a bares de toda la vida, comer maicitos y patatas fritas como sustituto de la comida principal, escapadas demasiado breves, dormir en sofás, en camas compartidas… Era la vida de quien no necesitaba nada más, pequeños viajes sin nada que perder.

A veces echo de menos esa época, en donde las cervezas y las conversaciones nos quitaban los dolores de cabeza. Qué pena que ya no sea tan fácil.

Danae